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            La vida humana, deambula como un anhelo ancestral que morfa en pesadilla, se pasea somnolientamente, y vuelve a su estado de encanto onírico. Fue una apuesta digna, por tanto que el dolor que provocaría su pérdida no sería mayor que la emoción de la más irrepetible de las historias. Era conocimiento que enfrentaría necesidad, adversidad y cambio; y era información que lo mismo conllevaría la capacidad de júbilo.

            Y un día, así fue; un día, al andar, se reconoció a sí misma, se desprendió de un pasado despreocupado. Comenzó a atesorar, sin recordar lo no atesorado. Comenzó a atesorar lo recordado y se aventuró junto con su simbiótica compañía, sí misma. Emprendió, dejando rastro en cada rincón al que recubrió con su contemplación. Se apresuró a sentir el frío de su entorno y el calor del espacio. Hizo suya el agua y con ella moldeó la tierra.

            Sin embargo, en cada movimiento, la carencia le siguió el paso. Encontró su primer obstáculo, seguido del siguiente. Encontró fricción incesante, dolor y cansancio; cada vez más inquietante, reconociéndose cada vez más lejos de su hogar. Durmió y despertó. Durmió y al despertar se encontró en rincones profundos y privados de claridad. Descubrió que su cuerpo compartía sus deseos y que sus manos tenían la destreza para transformar la existencia. Con su ayuda, se hizo de un refugio. Después, dio orden a la belleza en el alcance de su dominio y, finalmente, aprendió su rostro cuando descansó junto al agua.

            Atestiguó la actitud de los árboles y el lenguaje del aire. Sin prejuicio, entabló una relación con la otredad. Bailó con las estrellas y se reclinó ante el sol. Se reconcilió con la marea y forcejeó contra escamas y colmillos. Se suavizo ante su conocimiento y se endureció ante el peligro. Erigió murallas y se rodeó de barreras. La invadió la incertidumbre y se refugió dentro de sus saberes. Priorizó las sensaciones de tranquilidad por encima de la fricción atada al cambio.

            Entonces, fue inesperado. Contrario a sus deseos, encaró a su reflejo fuera del agua; en éste, su esencia era amenazante y su aspecto desconcertante. Había en él familiaridad, pero no había certeza. Sin dudarlo, se enemistaron y se escondieron la una de la otra. En cada viaje, cada vez que dieron vida a la materia con su mirada, una pequeña pieza, una mínima semilla de su simbiosis se desprendió y se aferró a echar raíces en el camino. Irreversiblemente, se desenvolvieron en sentidos crecientemente opuestos, recorriendo la inmensidad; atravesando horizontes; desafiando acantilados; hasta que sus ramas por fin se cruzaron. Olvidaron las memorias entrelazadas y las emociones sentidas en concordia.

            Cautelosamente se desprendieron de partes de sí y se permitieron observarse mutuamente. Con distancia y temor, se ofrecieron reconocimiento. Intercambiaron recuerdos y saberes, sin saber que eran los mismos. Experimentaron lucidez en su interacción y en ellas se produjo un anhelo de perpetuidad. Pronto, la sequía las endurecería. Las antes compañeras sintieron necesidad, cada una a su manera, y se voltearon dentro de sí buscando protección del árido viento. Se reconocieron diferentes, puesto que ya habían sido informadas por su interacción, pero esto no impidió que, en ánimos de cubrir sus carencias, volvieran hacia fuera para lastimarse una a la otra. Entonces descubrieron un patrón y se alejaron una de la otra, una más que la otra.

            La simbiosis desintegrada, con su último aliento, intentó recoger sus piezas del suelo para recomponerse, pero, al hacerlo, se desmoronó y entendió que su cohesión se había pulverizado. Cada parte emprendió un camino propio. Una encontraría desdicha, pero otra alcanzaría escondites tan inimaginablemente ocultos que el hecho de su separación evocaría predestinación. Fue en esos lugares recónditos donde cada desprendimiento tuvo la oportunidad de imaginar la recomposición de todo lo que había sido antes. Imaginaron unidad, pero el prejuicio de dominio fragmentó sus esfuerzos. Alcanzaron, no obstante, a sentir la efusión de la omnisciencia, estando así en el momento más alto de su humanidad. Entonces, enfrentarían su fin. Habríamos devuelto el impulso que nos fue concedido a la materia, un espacio híper–ordenado como desenlace de nuestra vocación. Reconfiguramos lo preestablecido y le infusionamos nuestra consciencia. A través de ella nos expandimos hacia la infinidad, pero nuestras partes individuales se devoraron entre sí – hasta que no quedó nada. Permanecimos en idea, pero entregamos la capacidad de vivir la emoción de la más irrepetible de las historias.

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© DIEGOLECHUGA 2025

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